El 28 de febrero era un día común en el Barrio La Patria. Los estudiantes iban a sus hogares, reían y comían helados de limón. Yo era guardia de seguridad del colegio Fundación Santa María y cumplía mi turno de la tarde. El estudiante Julián Ospina se acercó ese día y me saludó como de costumbre.
—¿Cuál es la mejor ruta para ir al centro? —preguntó Julián.
—Sinceramente no sé, debería preguntarle a otra persona —contesté rápido porque estaba ocupado.
—Vale, preguntaré en la estación —escuché mientras se alejaba del colegio.
Desde ese día siento un peso en mi alma que carcome cada parte de mi ser. Nunca pensé que el estudiante Julián fuera a tomar la ruta G66. ¿Soy el culpable de su desaparición? Renuncié a ser guardia del colegio y desde entonces intento encontrar un sentido de vida. Yo recuerdo a Julián como una persona atenta, responsable y servicial; era incapaz de hacer daño. Mi negligencia fue mi perdición y se convirtió en la perdición de él.
La rectora Carmenza Gonzáles comentó que quería mi reintegro a la institución. Decidí reunirme con ella en su oficina para explicarle que es imposible deshacerme de la culpa. La oficina estaba impecable. Habían sillas, mesas y muebles hechas en madera de cedro y un cuadro de Simón Bolívar ubicado en el centro de la habitación. Cuando ingresé estaba colocando sellos de aprobado y rechazado a solicitudes para estudiar en el colegio.
—Espero no molestarla Sr. Carmenza Gonzáles. Vine para despedirme de usted y de la institución.
—¿Qué le parece un aumento de sueldo? —dijo Carmenza mientras continuaba con los sellos.
Decidí irme de la oficina porque no tenía tiempo de escuchar balbuceos. La ruta de la incertidumbre me estaba esperando. Yo también estaba perdido y aún no había tomado la ruta G66.